De los 475 presos vascos que en la actualidad están cumpliendo pena en distintas cárceles, sólo doce permanecen internados en recintos penitenciarios ubicados en tierras vascas. La política de dispersión iniciada en 198 (una vez rotas las conversaciones de Argel que dieron paso a un incremento de las actividades, tanto de ETA como represivas por parte del Estado) se sigue aplicando cuando la situación felizmente nada tiene que ver, hoy día, con la de aquellos desgraciados tiempos.
Uno no puede dejar de indignarse al comprobar como los distintos gobiernos españoles validaron una práctica que, al margen de violar el derecho a la intimidad y a la vida familiar reconocido por el Convenio Europeo de Derechos Humanos y las Libertades Públicas, es contraria a la misma legislación española e internacional.
¿Qué sentido tiene que, cuando es de todos sabido que ETA no va a volver y cuando la sociedad vasca está dando ejemplos de una enorme voluntad de alcanzar una verdadera reconciliación y reparación de las víctimas, el negarse a derogar las leyes de excepción y aplicar la ley penitenciaria ordinaria? Quizás, la razón a tal sinsentido sólo se haya en el interés político de sacar provecho político entorpeciendo este proceso alimentando el sentimiento de venganza.
La realidad es que la dispersión continúa. Después de veinte años, presos de edades comprendidas entre los sesenta y setenta (muchos de ellos muy enfermos o con las tres cuartas partes de la condena cumplidas) sufren no sólo la privación de libertad sino también el ver como sus familiares de edades superiores a los setenta o niños y adolescentes tienen que cubrir trayectos de centenares de kilómetros para poder encontrarse durante unos breves momentos, sin intimidad.
Afirmaban, aquellos que defendieron la dispersión, que era necesario quebrar la ligazón entre presos y familias, resquebrajar el cordón umbilical con su entorno, lo cual, por otra parte, generó sufrimiento pero no eficacia porque la fraternidad ha mantenido una red de solidaridad. Familias y amigos nunca fallaron pese a los centenares de accidentes y decenas de muertes en carretera. Todo ello en paralelo al despliegue, iniciado por Baltasar Garzón en 1998 con el caso Egin, del discurso aznariano de que todo, todo era ETA. En definitiva, involucrar y contaminar el conjunto del independentismo vasco, criminalizarlo, como prolongación del terrorismo.
De nada sirvió el ejemplo de Irlanda del Norte, de nada sirvieron las voces de reconocidas personas que desde todo el mundo abogaron por políticas penitenciarias distintas. Y, por supuesto, a ojos del sistema político español ni la contestación de la ciudadanía en favor de la paz ni el rol asumido como catalizador de la paz por parte de Otegi tenían ningún valor. Al revés, Arnaldo Otegi fue y sigue encarcelado a pesar de haberse convertido en uno de los arietes del combate a favor de la desaparición de ETA.
Las 130.000 personas que se manifestaron hace un año en las calles de Bilbao en solidaridad con los presos lo hicieron a favor de una paz de toda y para la totalidad de la ciudadanía vasca. De hecho, víctimas de ambos bandos, familiares también, y organizaciones políticas claman por la reparación de las víctimas y piden perdón por el mal hecho. Todo ello, ciertamente, dignifica aún más la misma sociedad vasca, la fortalece sin duda.
Y a pesar de todo ello, el gobierno actual sigue empeñado en ejecutar dolor. Escasa humanidad, voluntad de añadir un doble castigo y ningún compromiso para labrar la reconciliación de todos los corazones.
Article a publicar a la revista El Siglo d'aquesta setmana