Para comprobar la calidad democrática y la extensión real de las libertades, nada como la reacción del gobernante ante las críticas y manifestaciones contrarias de los gobernados. Es previsible y habitual que el gobernante no las acepte, e incluso que decalifique al discrepante, pero no lo es que tome represalias utilizando el aparato del Estado en beneficio propio y contra el discrepante. En este caso, el grado de intensidad y sectarismo de las represalias depende de la solidez democrática de la sociedad atacada, del concreto sector represaliado, y sobre todo de la patrimonialización del Estado por el concreto gobernante, y del resultado de esa correlación de fuerzas en cada momento dependerá la calidad de esa democracia, que en el caso de la española continúa en el bajo nivel en que la colocaron la transición y el golpe del 23-F.
La libertad de expresión y la de manifestación existen precisamente en beneficio de que cualquiera, incluso la Iglesia católica, pueda defender lo que estime oportuno, estén o no de acuerdo los demás, y especialmente si está en contra el gobernante. Es el mismo derecho que ampara quemar fotos del rey, y tan ilegítimo es condenar penalmente a sus autores como amenazar a la Iglesia católica con revisar sus privilegios fiscales, asignaciones económicas, y primacía simbólica estatal, por manifestarse en contra de la política del gobernante, entre cuyas funciones no está comprar voluntades, apoyos y silencios con dinero público.
Article publicat a Público el 4 de gener de 2008